La madrugada del 29 de enero de 1944, los aviones aliados bombardean
Berlín y arrasan la Philharmonie, uno de los emblemas culturales
alemanes. Cuando acaba la guerra, la orquesta se traslada al Titania
Palast, un viejo cine en la vecina Steglitz. Poca cosa para Herbert von Karajan. Cuando el austriaco asume el mando en 1954 de forma vitalicia, exige levantar un auditorio a la altura de su formación.
El Muro todavía no se ha construido, pero el edificio diseñado por Hans
Scharoun se planea junto a esa silenciosa frontera entre dos mundos
incomunicados. Karajan intuye que el telón caerá y mantiene en esa
franja un proyecto revolucionario que escandaliza a las fuerzas
conservadoras de la ciudad. Dos edificios pentagonales dorados de
aspecto ultramoderno con seis estudios de grabación y un podio central
para que todo el público estuviera siempre a no más de 30 metros del
director (para mayor gloria de Karajan) y el sonido se repartiera de
forma democrática. Un diseño replicado luego por todos los recintos de
este tipo (véase el Auditorio Nacional o Los Ángeles). Como siempre, la Filarmónica de Berlín consultó con el futuro para tomar las decisiones del presente. Lo mismo que está haciendo estos días.
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